“Nunca nos acercamos más a otro mundo que en el mar”
Anne Stevenson.
Navego hacia el norte por la popa a 5 millas, entre las nubes, aún puedo ver las nevadas cumbres de los Picos de Europa. El viento comienza a rolar hacia el noroeste y el barómetro continúa descendiendo. El Arga, feliz en su elemento, lucha sin descanso contra la fuerte marejada. Como todos los años cada 31 de diciembre zarpo sólo con rumbo hacia donde nacen las grandes borrascas del invierno. Huyo de las luces horteras, de las masas sin rostro que cargadas de bolsas y paquetes presas de un loco frenesí inundan las calles como un torrente desbordado. Escapo del derroche, de los villancicos con letras imposibles, de tener que ser bueno por decreto, de los besos fingidos de aquellos que hoy te abrazan y mañana te apuñalaran. Necesito liberarme de esta sociedad farisea que me oprime, me agobia. Quizás también este escapando de mí mismo, no lo sé.
El hervidor de agua comienza a silbar, ajusto levemente el foque, conecto el piloto automático y bajo a la cámara del ketch. La tetera se balancea en su cardan sobre el fogón, percibo como el Arga asciende por las crestas coronadas de espuma y como se desliza en los profundos valles que se forman entre las olas. Añado con generosidad ron añejo al te caliente, agudizo el oído, tengo que engrasar los rodamientos del piloto. Apoyo la espalda contra la mesa de cartas y con la piernas ligeramente abiertas contrarresto el cabeceo del velero, vuelvo a llenar el tazón metálico, esta vez solo con ron. Estoy a gusto en la cámara central del barco, es caliente y acogedora como el útero materno, me siento seguro y protegido. Miro hacia la estantería donde reposan los amigos inseparables que me acompañan en todas mis singladuras, son los libros de Vito Dumas, Bernard Moitessier, Joshua Slocum, Catherine Chabaud, Knox-Joshnston, Dubois, Noemi James, Ugarte. Hombres y mujeres que hicieron de la navegación en solitario una forma de vida, una nueva manera de ver el mundo en total comunión con la naturaleza. Cojo El largo camino de Moitessier, las tapas están desgastadas, ¿cuántas veces lo habré leído? Para mí es un libro sagrado, la Biblia de los navegantes solitarios. Con él aprendí a fachear un temporal o como planear sobre las grandes olas antes de que te golpeen por la popa con la fuerza del martillo de Thor. En este libro escribe Moitessier sobre sus experiencias en la Golden Globe de 1968, la primera carrera alrededor del mundo para navegantes en solitario. Tras seis meses de navegación y doblar el cabo de Hornos, de los nueve veleros que tomaron la salida, solo quedaban dos en carrera. En primer lugar el inglés Robin Knox-Joshnston con un ketch de madera que iba haciendo aguas, en segundo Moittessier con un barco de acero más grande, el Josua, todos le daban ya por ganador, pero entonces en vez de enfilar al norte hacia la línea de meta, continuó navegando hacia el este. Al final llegó a Tahití tras dar más de vuelta y media alrededor del mundo navegando en solitario. Bernard no quería volver a la civilización y abandonar la serena soledad que había encontrado navegando, en su relato escribió: “Contemplo la vida entera, el sol, las nubes el tiempo que pasa y se detiene… mí barco es un pequeño planeta rojo y blanco hecho de espacio, aire puro, estrellas y libertad en su expresión más profunda y natural”. Dejo el libro en su estante y subo a cubierta, desconecto el piloto automático, largo un poco la escota de la mayor y viro hacia el oeste. En mi mente resuenan las palabras de Christophe Augin: “ Disfrutaré de estos últimos momentos en el mar en comunión con mi barco”
El hervidor de agua comienza a silbar, ajusto levemente el foque, conecto el piloto automático y bajo a la cámara del ketch. La tetera se balancea en su cardan sobre el fogón, percibo como el Arga asciende por las crestas coronadas de espuma y como se desliza en los profundos valles que se forman entre las olas. Añado con generosidad ron añejo al te caliente, agudizo el oído, tengo que engrasar los rodamientos del piloto. Apoyo la espalda contra la mesa de cartas y con la piernas ligeramente abiertas contrarresto el cabeceo del velero, vuelvo a llenar el tazón metálico, esta vez solo con ron. Estoy a gusto en la cámara central del barco, es caliente y acogedora como el útero materno, me siento seguro y protegido. Miro hacia la estantería donde reposan los amigos inseparables que me acompañan en todas mis singladuras, son los libros de Vito Dumas, Bernard Moitessier, Joshua Slocum, Catherine Chabaud, Knox-Joshnston, Dubois, Noemi James, Ugarte. Hombres y mujeres que hicieron de la navegación en solitario una forma de vida, una nueva manera de ver el mundo en total comunión con la naturaleza. Cojo El largo camino de Moitessier, las tapas están desgastadas, ¿cuántas veces lo habré leído? Para mí es un libro sagrado, la Biblia de los navegantes solitarios. Con él aprendí a fachear un temporal o como planear sobre las grandes olas antes de que te golpeen por la popa con la fuerza del martillo de Thor. En este libro escribe Moitessier sobre sus experiencias en la Golden Globe de 1968, la primera carrera alrededor del mundo para navegantes en solitario. Tras seis meses de navegación y doblar el cabo de Hornos, de los nueve veleros que tomaron la salida, solo quedaban dos en carrera. En primer lugar el inglés Robin Knox-Joshnston con un ketch de madera que iba haciendo aguas, en segundo Moittessier con un barco de acero más grande, el Josua, todos le daban ya por ganador, pero entonces en vez de enfilar al norte hacia la línea de meta, continuó navegando hacia el este. Al final llegó a Tahití tras dar más de vuelta y media alrededor del mundo navegando en solitario. Bernard no quería volver a la civilización y abandonar la serena soledad que había encontrado navegando, en su relato escribió: “Contemplo la vida entera, el sol, las nubes el tiempo que pasa y se detiene… mí barco es un pequeño planeta rojo y blanco hecho de espacio, aire puro, estrellas y libertad en su expresión más profunda y natural”. Dejo el libro en su estante y subo a cubierta, desconecto el piloto automático, largo un poco la escota de la mayor y viro hacia el oeste. En mi mente resuenan las palabras de Christophe Augin: “ Disfrutaré de estos últimos momentos en el mar en comunión con mi barco”